Dos debates económicos han saltado a la opinión pública: el primero discute cómo salir de la actual crisis económica; el segundo sobre la necesidad de una nueva estructura, patrón o modelo productivo. En ambos debates aparecen las reformas denominadas estructurales.
El primer debate gira en torno a cómo conseguir el fin de esta crisis, que ya ha destruido casi millón y medio de puestos de trabajo. Una posición afirma que el crecimiento volverá cuando se recuperen los países de nuestro entorno y que las reformas, de ser necesarias, deben aplazarse hasta que vuelva la bonanza. La segunda postura mantiene que los impulsos externos traerán crecimiento muy raquítico y tardío; para que el alto crecimiento vuelva, hay que acometer reformas muy serias.
Cambiar la estructura productiva significa modificar la composición sectorial de lo que producimos (PIB) y que el contenido tecnológico y la productividad de todos los sectores crezca. En las últimas décadas, España ha modificado varias veces su estructura productiva. A mediados del siglo pasado, dejamos de ser un país eminentemente agrícola para dar paso, con 200 años de retraso, a un proceso industrializador que no soportó la primera crisis energética. En los años ochenta, la reconversión industrial y un notable desarrollo del sector servicios facilitaron nuestra incorporación a la Europa comunitaria. En la expansión 1994-2007 nos especializamos en sectores con bajos requerimientos de capital humano, aunque crearon el 20% de los ocho millones de nuevos puestos de trabajo.
Los españoles percibiremos elevados ingresos cuando ocupemos puestos de trabajo altamente productivos, es decir, si incorporamos provechosamente las nuevas tecnologías. Transformar nuestro aparato productivo, para volver a crecer y crear empleo, exige profundos cambios que faciliten al trabajo y a los recursos financieros su desplazamiento desde unas empresas a otras. Sin estos cambios no se producirá la máxima utilización de los recursos ni crecimientos significativos y duraderos de la productividad. Cuanto más flexibles son las empresas, con más rapidez, con menos costes y más imperceptiblemente se registran los cambios. Si las empresas adolecen de rigideces, la política económica está obligada a acometer los cambios. Las reformas estructurales son estos cambios en las actividades que no se adaptan con rapidez a las nuevas circunstancias económicas.
La economía española es mucho más flexible que hace unas décadas; pero es mucho más rígida que las economías con las que competimos. Las reformas estructurales suponen más competencia y cambios organizativos en algunas instituciones. Lo más característico de las reformas son las resistencias que encuentran. Unas veces, las instituciones defienden intereses inmovilistas: de las empresas, de los sindicatos o de las propias instituciones. Los individuos, incluso en crisis agudas, suelen identificar cada situación como el mejor de los mundos posibles y, para algunos, lo es. Otras veces, las resistencias se producen porque la realidad económica se interpreta en términos muy ideologizados.
La economía española necesita cambios estructurales en la práctica totalidad del aparato productivo. En algunos sectores, el supuesto grado de madurez de la sociedad debería hacer innecesaria la intervención de las autoridades. Debido al papel de la regulación y de las Administraciones son necesarias reformas en la distribución comercial, en cada modalidad de transporte, en telecomunicaciones y en sectores energéticos, actividades que inciden en la eficiencia general de nuestra economía.
Las reformas estructurales más urgentes son la del mercado de trabajo, la de las cajas de ahorro, la del sistema educativo y la de muchas administraciones, como los ayuntamientos. La actual legislación laboral puede ser idónea para una estructura productiva utilizadora de mano de obra poco cualificada, pero debe modificarse porque obstaculiza la reorientación sectorial de nuestra economía. Una mayor eficiencia de las cajas exige reducir el número de entidades y de oficinas y modificar aspectos muy importantes de su ley reguladora.
Es inaplazable reformar nuestro sistema educativo e investigador, pues su insuficiente calidad explica la baja productividad de nuestra economía. Numerosos indicadores reflejan una educación muy defectuosa, otros desvelan que nuestra investigación debe mejorar aún mucho más: aumentan los científicos que publican, pero dos tercios de ellos sólo lo hacen una vez en su vida, siendo ínfima la proporción de artículos que son leídos. Una mayor especialización de los centros universitarios exige elaborar información sobre su labor investigadora y sobre la productividad docente y científica, y difundirla amplia y simultáneamente. Es posible que el estatuto del profesorado universitario tenga algo que ver con la existente escasez de profesores extranjeros o de no académicos de prestigio, fenómeno que no se da en las escuelas de negocio. Mientras éstas son las mejores del mundo, entre las 150 primeras universidades no hay ninguna española.
Otra reforma necesaria es la de los ayuntamientos. Países más poblados que España tienen entre 3.000 y 4.000 municipios menos y más profesionalizados. Los funcionarios locales negocian sus retribuciones con los ayuntamientos a los que asesoran y controlan, una posición poco idónea para soportar presiones: estaría bien desvincular laboralmente a los funcionarios de sus ayuntamientos. Aunque pareciera que algunas políticas son más eficientes acercándolas al ciudadano, lo cierto es que así se favorecen el clientelismo y la corrupción. Resolviendo la financiación de los ayuntamientos, no hay razones para que tengan competencias exclusivas en el uso funcional del suelo y en materia urbanística.
Por último, la economía española padece una excesiva regulación y un no menor descrédito institucional. Éstas son las deficiencias más difíciles de erradicar.
Nuestro ordenamiento jurídico es inmanejable; no hay aliento físico para seguir la inabarcable producción normativa. Se promulgan normas fácilmente, pero es extremadamente difícil modificarlas. La insatisfactoria transposición de la directiva de servicios manifiesta esta asimetría. Las malas regulaciones y las estructuras poco competitivas que generan tienen responsables: reguladores y autoridades exclusivamente. Regular es difícil: para obtener comportamientos competitivos hay que identificar los objetivos de las empresas -aquello que maximizan o minimizan- y las restricciones a las que están sujetas; demonizar a las empresas y llenar páginas del BOE es más fácil. Incorporando a nuestra regulación lo mejor de lo público y de lo privado que tenga éxito en experiencias foráneas encontraríamos un amplio campo para innovar.
Las instituciones públicas, que huyen de lo impopular sin actuar según lo que se espera de ellas, padecen un gran descrédito. Algunas instituciones privadas (patronales, sindicatos, asociaciones de consumidores) presentan las mismas deficiencias, aunque, no se sabe por qué, nadie se atreve a cuestionar sus comportamientos. El crecimiento económico descansa sobre muchos factores; algunos son fáciles de incorporar, otros (una buena regulación e instituciones económicas con credibilidad) son de difícil adquisición, se pierden fácilmente y su recuperación es aún más difícil.
En un periodo muy corto, España, de ser un país atrasado, se ha convertido en una potencia económica. El impresionante aumento del PIB per cápita, las modernas infraestructuras, el cambio de nuestras ciudades, la incorporación de la mujer a la vida social y nuestras empresas multinacionales reflejan estos cambios. Éstos y otros logros se han conseguido porque no hay nada que no haya sido cuestionado primero y transformado después. Pero desde 2000 no hay reformas, se retrasan las ya emprendidas y diariamente se registran contrarreformas. Los españoles padecemos desde hace casi una década una pertinaz sequía reformista. Nos hemos quedado sin reformas, referencia que ha orientado nuestra reciente vida económica. Hay que acabar con esta sequía. Las reformas son como el primer árbol que Kennedy mandó plantar en el jardín de la Casa Blanca: tardan en surtir efecto (crecer). No siempre es así, pero el propio presidente dio la respuesta a su jardinero: entonces no espere a mañana; plántelo esta tarde. Las reformas estructurales son urgentes porque estamos abocados a muchos años de estancamiento. El inmovilismo se paga.
En un periodo muy corto, España, de ser un país atrasado, se ha convertido en una potencia económica. El impresionante aumento del PIB per cápita, las modernas infraestructuras, el cambio de nuestras ciudades, la incorporación de la mujer a la vida social y nuestras empresas multinacionales reflejan estos cambios. Éstos y otros logros se han conseguido porque no hay nada que no haya sido cuestionado primero y transformado después. Pero desde 2000 no hay reformas, se retrasan las ya emprendidas y diariamente se registran contrarreformas. Los españoles padecemos desde hace casi una década una pertinaz sequía reformista. Nos hemos quedado sin reformas, referencia que ha orientado nuestra reciente vida económica. Hay que acabar con esta sequía. Las reformas son como el primer árbol que Kennedy mandó plantar en el jardín de la Casa Blanca: tardan en surtir efecto (crecer). No siempre es así, pero el propio presidente dio la respuesta a su jardinero: entonces no espere a mañana; plántelo esta tarde. Las reformas estructurales son urgentes porque estamos abocados a muchos años de estancamiento. El inmovilismo se paga.
*Economista del Estado y consejero de la Comisión Nacional de Energía.
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